Cuando no acepto mis errores,
y a ellos más me resisto,
más grandes se hacen,
y más persisten en mí mismo.
Por el error, siento fracaso.
Por el fracaso, siento culpa.
Por la culpa, siento dolor.
Por el dolor, siento frustración.
Y llamo entonces al castigo,
al mío o del prójimo a quien responsabilizo,
pues es el canal para liberar la rabia y la ira
y limpiar aquello por lo que he sufrido.
Pero... ¿me redimo de verdad?
Pero... ¿me limpio de verdad?
Solo sufro más, y hago sufrir más,
perpetúo un ciclo de rabias y castigos,
no logro cambiar, me quedo estancado,
entre sentimientos de culpa y de fracaso.
Sin embargo...
Cuando acepto mis errores,
y me permito asumirlos,
más pequeños se hacen,
y más cambios se dan en mi mismo.
Pues no hay fracasos, solo fallos,
y los fallos, pueden ser corregidos,
y si escucho oigo una llamada de auxilio,
de alguien que pide la oportunidad de ser redimido.
Y esa voz es tan poderosa,
es una fuerza que viene del interior,
me libra del peso de la culpa y la rabia,
me alza y me mueve con la fuerza del amor.
Pues al levantarme y elegir otro camino,
sin otra intención que corregir lo sucedido,
dejo de ser sumiso y de ser agresivo,
para dar amor, y dármelo también a mi mismo.

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